Por última vez, me volví hacia el enemigo.
A unos cien metros, un proyectil estalló delante de mí.
Giré a la derecha.
Otro proyectil estalló delante.
Volví a girar.
Otro proyectil. Otro. Pero más cerca. Cuatro más. Otro, aún más cerca. Me detuve. Un hecho aterrador quedó claro. ¡Me había situado entre la artillería enemiga y su blanco! Estaban buscando algo, quizás el depósito de municiones que tenía detrás, y movían su fuego en esa dirección.
No había ningún refugio. Avanzar era morir. Sólo podía huir de esa muerte que se acercaba saliendo de la zona de blanco antes de que me alcanzaran.
Me di la vuelta y eché a correr.
Corrí con el calor titilando en oleadas desde el coral, con el sudor engrasando mis articulaciones y el miedo que me secaba la boca, con las bombas explotando detrás de mí, cerca, cada vez más cerca, y el aire lleno de las furiosas voces de la metralla que exigían cobrarse mi vida. Corrí con una imagen en la mente del artillero japonés en lo alto de su risco, acercando cuidadosamente cada ráfaga a mi espalda, persiguiéndome por aquel caliente llano en un monstruoso juego del gato y el ratón, alegre de cada estallido de velocidad causado por una explosión más cercana… y luego, cansado del deporte, alzando el cañón y lanzando un proyectil delante de mí.
Una bomba cayó a mi lado, a unos cinco palmos de distancia, pero no explotó o, al menos, no creo que lo hiciera. En momentos así no puedes estar seguro: con el miedo, el tiempo y el espacio son distintos. Pero allí estaba el proyectil, una masa de dos palmos de rojo ardiente que golpeó el coral con un trueno y luego pareció rebotar en el aire para ir a perderse gimiendo en la bahía.
Entonces el artillero japonés alcanzó su objetivo. El depósito de municiones.
La guerra terminó para mí. Estaba destrozado. Inútil, un cascarón seco. La guerra moderna había podido conmigo. Un gigantesco exprimidor de limones me había secado. Conmoción, calor, sed, tensión… todo había podido conmigo.
Robert LECKIE, Mi casco por almohada, Marlow, Barcelona, 2011.