Un día yo estaba solo en una yola mala, sin quilla. A diez leguas río abajo de Chantenay cede una borda y se declara una línea de agua. ¡Imposible cegarla! ¡Voy a naufragar! La yola se va a pique y apenas tengo tiempo de lanzarme a un islote de altos y espesos cañaverales con penachos curvados por el viento.
De todos los libros de mi infancia, el Robinson suizo era al que yo tenía más cariño, más que a Robinson Crusoe. Sé que la obra de Daniel de Foe tiene más alcance filosófico. Es el hombre librado a sí mismo, el hombre solo ¡el hombre que halla un día la marca de un pie desnudo en la arena! Pero la obra de Wyss, llena de acontecimientos e incidentes, es más interesante para las cabezas jóvenes. Es la familia, el padre, la madre, los hijos y sus diversas aptitudes. ¡Cuántos años pasé en su isla! ¡Cómo envidié su suerte! De modo que nadie se sorprenderá de que yo haya sentido el impulso irresistible de poner en escena en La isla misteriosa a los Robinsones de la Ciencia, y en Dos años de vacaciones a un pensionado completo de Robinsones.
Mientras tanto, en mi islote no estaban los héroes de Wyss. En mí se encarnaba el héroe de Daniel Defoe. Ya soñaba con construir una cabaña de leños, con fabricar una línea con una caña y procurarme fuego, como los salvajes, frotando dos pedazos de madera seca. ¿Señales...? ¡No, porque las verían muy pronto y me salvarían antes de lo que quería! Antes que nada, tenía que calmarme el hambre. ¿Cómo? Mis provisiones se habían hundido en el naufragio. ¿Cazar algún ave...? ¡No tenía perro ni fusil! ¿Entonces, mariscos? ... ¡No había! Por fin conocía las angustias del abandono, los horrores de la indigencia en una isla desierta, como los habían conocido los Selkirks y personajes de los naufragios célebres que no fueron Robinsones imaginarios! ¡Mi estómago clamaba...!
La cosa no duró sino unas horas, y una vez que bajó la marea sólo tuve que cruzar con el agua en los tobillos para llegar a lo que yo llamaba el continente, es decir, el margen derecho del Loira. Y volví tranquilamente a casa, donde me debí contentar con una cena familiar en vez de la comida a la Crusoe con que había soñado, ¡mariscos crudos, un trozo de pecarí y pan hecho con harina de mandioca!
Así fue aquella navegación tan movida, con viento en contra, vía de agua, barco desmantelado, ¡todo lo que podía desear un náufrago de mi edad!
Julio VERNE, Escritos dispersos, Esplandián Editores, Madrid, 1999.
De todos los libros de mi infancia, el Robinson suizo era al que yo tenía más cariño, más que a Robinson Crusoe. Sé que la obra de Daniel de Foe tiene más alcance filosófico. Es el hombre librado a sí mismo, el hombre solo ¡el hombre que halla un día la marca de un pie desnudo en la arena! Pero la obra de Wyss, llena de acontecimientos e incidentes, es más interesante para las cabezas jóvenes. Es la familia, el padre, la madre, los hijos y sus diversas aptitudes. ¡Cuántos años pasé en su isla! ¡Cómo envidié su suerte! De modo que nadie se sorprenderá de que yo haya sentido el impulso irresistible de poner en escena en La isla misteriosa a los Robinsones de la Ciencia, y en Dos años de vacaciones a un pensionado completo de Robinsones.
Mientras tanto, en mi islote no estaban los héroes de Wyss. En mí se encarnaba el héroe de Daniel Defoe. Ya soñaba con construir una cabaña de leños, con fabricar una línea con una caña y procurarme fuego, como los salvajes, frotando dos pedazos de madera seca. ¿Señales...? ¡No, porque las verían muy pronto y me salvarían antes de lo que quería! Antes que nada, tenía que calmarme el hambre. ¿Cómo? Mis provisiones se habían hundido en el naufragio. ¿Cazar algún ave...? ¡No tenía perro ni fusil! ¿Entonces, mariscos? ... ¡No había! Por fin conocía las angustias del abandono, los horrores de la indigencia en una isla desierta, como los habían conocido los Selkirks y personajes de los naufragios célebres que no fueron Robinsones imaginarios! ¡Mi estómago clamaba...!
La cosa no duró sino unas horas, y una vez que bajó la marea sólo tuve que cruzar con el agua en los tobillos para llegar a lo que yo llamaba el continente, es decir, el margen derecho del Loira. Y volví tranquilamente a casa, donde me debí contentar con una cena familiar en vez de la comida a la Crusoe con que había soñado, ¡mariscos crudos, un trozo de pecarí y pan hecho con harina de mandioca!
Así fue aquella navegación tan movida, con viento en contra, vía de agua, barco desmantelado, ¡todo lo que podía desear un náufrago de mi edad!
Julio VERNE, Escritos dispersos, Esplandián Editores, Madrid, 1999.