–¿Qué quieres?
Siempre aquella brusquedad.
–Venía a recoger el parte de baja.
–¿A qué nombre?
Le das tu nombre.
Busca en una carpeta de bordes ennegrecidos. Saca una decena de partes de baja y comienza a pasarlos despacio.
–¿Me repites el apellido?
No consigue encontrarlo.
–¿Quién es tu médico?
Se lo dices.
–No ha entregado todavía las bajas –parece pensar–. Pásate a las diez o a las diez y media.
Falta casi una hora. Has salido de casa sin desayunar, de modo que vas a la cafetería del París. En los ochenta había unos recreativos. Observabas a Emilio jugar continuamente al comecocos y a Jaime, enfrentado a decenas de aviones japoneses que disparaban inútiles proyectiles, dirigirse a un desafortunado portaaviones de la Flota Combinada, el Hiryu quizá, y enviarlo a las profundidades del Pacífico.
Ahora, el París se ha convertido en una sala de tragaperras. La antigua agente de Círculo trabajó aquí durante un tiempo. La estrecha camiseta negra del uniforme le aseguraba el éxito entre algunos clientes, que se empeñaban en conseguir algo más de ella. No les presta atención. Un día sorprendiste una conversación con una amiga. Pensaste que había escogido ese trabajo para poder blandirlo en su currículum de escritora de cuentos. Hablaban de argumentos carverianos. A ti ni siquiera se te ha ocurrido preguntarle por qué ha dejado de ser agente de Círculo. Seguro que esperaba, para adquirirlas, las novedades de narrativa española. Tu agente actual, en cambio, está abonado a la biblioteca de Iker Jiménez.
Pides un café con la leche templada y consigues un periódico. Las páginas están arrugadas y manchadas de café. Lo lees como quien lee un texto sagrado. Despacio. Muy despacio.
Raúl MORAGÓN, La batalla de Bailén, Editorial Almotacén, Córdoba, 2009.
Siempre aquella brusquedad.
–Venía a recoger el parte de baja.
–¿A qué nombre?
Le das tu nombre.
Busca en una carpeta de bordes ennegrecidos. Saca una decena de partes de baja y comienza a pasarlos despacio.
–¿Me repites el apellido?
No consigue encontrarlo.
–¿Quién es tu médico?
Se lo dices.
–No ha entregado todavía las bajas –parece pensar–. Pásate a las diez o a las diez y media.
Falta casi una hora. Has salido de casa sin desayunar, de modo que vas a la cafetería del París. En los ochenta había unos recreativos. Observabas a Emilio jugar continuamente al comecocos y a Jaime, enfrentado a decenas de aviones japoneses que disparaban inútiles proyectiles, dirigirse a un desafortunado portaaviones de la Flota Combinada, el Hiryu quizá, y enviarlo a las profundidades del Pacífico.
Ahora, el París se ha convertido en una sala de tragaperras. La antigua agente de Círculo trabajó aquí durante un tiempo. La estrecha camiseta negra del uniforme le aseguraba el éxito entre algunos clientes, que se empeñaban en conseguir algo más de ella. No les presta atención. Un día sorprendiste una conversación con una amiga. Pensaste que había escogido ese trabajo para poder blandirlo en su currículum de escritora de cuentos. Hablaban de argumentos carverianos. A ti ni siquiera se te ha ocurrido preguntarle por qué ha dejado de ser agente de Círculo. Seguro que esperaba, para adquirirlas, las novedades de narrativa española. Tu agente actual, en cambio, está abonado a la biblioteca de Iker Jiménez.
Pides un café con la leche templada y consigues un periódico. Las páginas están arrugadas y manchadas de café. Lo lees como quien lee un texto sagrado. Despacio. Muy despacio.
Raúl MORAGÓN, La batalla de Bailén, Editorial Almotacén, Córdoba, 2009.