Esta noche, algo apareció encima de mi cama. Me despertó un dolor inmenso en la mano derecha, algo me estaba mordiendo con saña. Me moví sobresaltado y lo que fuera que me estaba atacando, también se sobresaltó y salió huyendo. Saqué del cajón de la mesita de noche la linterna e iluminé la cama, el suelo, la pared. La rejilla del aire acondicionado se había movido: de allí procedía el bicho.
Cerré la rejilla y traté de asegurarla, aunque sabía que no podría sellarla hasta el amanecer. De vez en cuando se escuchaba un ruido en el interior del piso: uñas rascando el parqué.
Estuve a punto de volver a la cama y meterme bajo las sábanas, pero finalmente prefería dar una vuelta. Nunca había pensado que pudiera tener problemas con las ratas. Si accedía a la despensa, su voracidad le haría acabar con mis reservas de comida, tan celosamente atesoradas, aunque supongo que sus dientes no podrán nada con las latas. En la cocina comprobé las puertas de los muebles: estaban bien cerradas. Estuve a punto de dejar abierta la puerta del balcón, invitarle a escapar por allí, pero acabé dejándola bien cerrada: sólo podía encontrarme por la mañana que había entrado otro bicho.
Me di una vuelta por el piso, pero no escuché nada. Como mi mano sangraba, saqué el botiquín. Me eché mercromina y me puse un esparadrapo. Por alguna razón, la herida comenzó a dolerme de verás. Temí que la rata me hubiera infectado la enfermedad: aquellos dientes habían roído decenas de cadáveres.
Me acosté y me eché la sábana por encima de la cabeza, como si eso pudiera mantenerme a salvo.
Cuando desperté, tuve una premonición terrible. Recorrí todas las habitaciones, miré las puertas de los armarios de la cocina: todo parecía estar en orden. La botella de agua que tengo en la cocina estaba casi vacía, por lo que fui a llenarla a la bañera.
Allí, flotando muerta, hinchada, había una rata.
Francisco HERVÁS, Maldito baile de muertos, Editoral Almotacén, Córdoba, 2012.