Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero en cuanto pasamos los límites de Hampshire los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un hermoso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de oeste a este. Lucía un sol muy brillante, a pesar de lo cual el aire tenía un frescor estimulante, que aguzaba la energía humana. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas de la zona de Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde claro del follaje primaveral.
-¡Qué hermoso y lozano se ve todo! -exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker Street.
Pero Holmes meneó la cabeza con gran seriedad.
-Ya sabe usted, Watson -dijo-, que una de las maldiciones de una mente como la mía es que tengo que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira esas casas dispersas y se siente impresionado por su belleza. Yo las miro, y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están, y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
-¡Cielo santo! -exclamé-. ¿Quién sería capaz de asociar la idea de un crimen con estas preciosas casitas?
-Siempre me han producido un cierto horror. Tengo la convicción, Watson, basada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial delictivo tan terrible como el de la sonriente y hermosa campiña inglesa.
-¡Me horroriza usted!
-Pero la razón salta a la vista. En la ciudad, la presión de la opinión pública puede lograr lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación del vecindario; y además, toda la maquinaria de la justicia está siempre tan a mano que basta una palabra de queja para ponerla en marcha, y no hay más que un paso entre el delito y el banquillo. Pero fíjese en esas casas solitarias, cada una en sus propios campos, en su mayor parte llenas de gente pobre e ignorante que sabe muy poco de la ley. Piense en los actos de crueldad infernal, en las maldades ocultas que pueden cometerse en estos lugares, año tras año, sin que nadie se entere.
Arthur Conan DOYLE, Las aventuras de Sherlock Holmes, Esplandián Editores, Madrid, 1996.