Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

lunes, 5 de marzo de 2012

ANTÚNEZ: Pareja



En la puerta del bloque, le pone bien la camisa, la mete por debajo de los vaqueros. Luego, trata de leer los nombres del porterillo, pero están medio borrados por el sol y el agua.

–¿Dónde vivían?

Él se niega a responder. Le aprieta el cinturón. Y tiene ganas de ir al servicio.

–Te estoy preguntando dónde vivían.

–El sexto izquierda.

–El sexto izquierda. No eres de gran ayuda.

La mujer pulsa el timbre, un toque largo, eterno, ominoso. Espera diez segundos para llamar otra vez. Dos toques cortos esta vez.

–Ya ves, no están.

Parece aliviado.

–Sí están.

Se oye un ruido.

–¿Quién?

–Soy yo, Marisa.

–Ah. Sube.

Abren la puerta y entran en el oscuro pasillo de entrada. Él busca el ascensor. Está al fondo. Su madre, que parece tener prisa, llega antes.

–Vamos.

Mientras esperan el ascensor, le coloca otra vez la camisa.

-No tienes remedio. Te dije que te pusieras la de cuadros. ¿No te has echado desodorante?

El ascensor sube con la lentitud con que se enfría una enana blanca. Permanecen en silencio. Ella ha sacado el móvil y mira la pantalla: espera la llamada del carpintero; lleva semanas buscando a otro, pero de momento tendrá que seguir aguantando las feas costumbres de su acompañante.

–He quedado con Miguel a las nueve. No hagas tonterías –le dice, mirándole fijamente.

–¿Qué?

–Que no hagas ninguna de tus tonterías. No vayas a decir nada. Lo hemos hablado todo por teléfono.

Cuando llegan arriba y salen al pasillo de la sexta planta, ven una puerta entreabierta. Una cabeza. Se da cuenta de que es ella. Está descalza.

–Hola, Vanessa. ¿Dónde está tu madre?

Ella le mira de arriba abajo. Displicentemente, tal vez.

–Mi madre está dentro. En el salón.

–Bien. Vamos –dice su madre.

Les han preparado unos refrescos y frutos secos, bocadillos. En condiciones normales, no hubiera parado de comer, pero no tiene hambre.

–Está muy guapa tu niña.

La madre de Vanessa no responde. Aquella habitación huele a cerrado. La mujer, monstruosamente gorda, está sentada en un sillón; probablemente no se levanta de allí en todo el día. Las dos mujeres hablan un buen rato, sin dejar de contemplar el programa de la tele del que ambas, curiosamente, son seguidoras. Mencionan lo de las enfermedades. Ninguno de los dos tiene nada. La madre de Raúl ha traído los análisis que le habían hecho la semana anterior, pero la otra mujer dice que no hace falta que se los enseñe. De repente, la madre de Vanessa se vuelve hacia él:

–¿Quieres ahora?

El muchacho, aturdido, no responde. Mira a la muchacha, que no deja de traer nuevos aperitivos para su madre.

–Eh, Raúl. Que si quieres ahora.

–No, no.

–Venga, vamos. Si me ibas diciendo por el camino que querías…

No se atreve a decir que no es cierto.

–Vane, llévale a tu cuarto.

–Eh, toma. Que nunca se te olvide –le dice su madre, entregándole una caja de condones.

Él los coge un tanto avergonzado, y sin ser capaz de confesar que ya tiene algunos en el bolsillo.

Sigue a la muchacha, observa sus talones desnudos. Entran en una pequeña habitación interior. Oscura.

–Aquí es.

Una mesa de ordenador, un portátil. Varios carteles de grupos musicales. Un muñeco de peluche que ella, despiadadamente, arroja al suelo. Rápidamente, la chica se ha quitado las mallas, la camiseta, el sostén, las bragas. Se tiende en la cama. Tiene el pubis depilado. Lo contempla aturdido.

–Vamos, acaba pronto –le apremia.

Florián ANTÚNEZ, La botella de champán y otras fantasías sicalípticas, Ediciones del Plomo, Barcelona, 2011.