Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

miércoles, 1 de febrero de 2012

MUTIS: El guardián



Había sido antaño soldado de fortuna, mercenario a sueldo de gobiernos y gentes harto dudosas. Frecuentador de bares en donde se enrolaban voluntarios de guerras coloniales, hombres de armas que sometían a pueblos jóvenes e incultos que creían luchar por su libertad y sólo conseguían una ligera fluctuación en las bulliciosas salas de la bolsa.

Le faltaba un brazo y hablaba correctamente cinco idiomas. Olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal.

Al llegar no habló con nadie. Fue a refugiarse en un cuarto de los patios interiores. Allí descargó ruidosamente su mochila de soldado, ordenó sus pertenencias, según un orden muy personal, alrededor de su saco de dormir, prendió su pipa y se puso a fumar en silencio. Pasados algunos días alguien le descubrió, mientras se bañaba en el río, un tatuaje debajo de la axila derecha con un número y un sexo de mujer cuidadosamente dibujado. Todos le temían con excepción del dueño, a quien le era indiferente, y del fraile que sentía por él una cierta adusta simpatía. Sus maneras eran bruscas, exactas, medidas y en cierta forma un tanto caballerescas y pasadas de moda.

Desde cuando llegó le fueron confiadas ciertas tareas que suponían una labor de control sobre las entradas y salidas de los demás habitantes de la mansión. Todas las llaves de cuartos, cuadras e instalaciones de beneficio estaban a su cuidado. A él había que acudir cada vez que se necesitaba una herramienta o había que sacar los frutos a vender. Nunca se supo que negara a nadie lo que le solicitaba, pero nadie tomaba algo sin comunicárselo a él, ni siquiera el dueño. De su brazo ausente, de cierta manera rígida de volver a mirar cuando se le hablaba y del timbre de su voz emanaban una autoridad y una fuerza indiscutibles. En el desenlace de los acontecimientos se mantuvo al margen y nadie supo si participó en alguna forma en los preliminares de la tragedia. Se llamaba Paúl y él mismo solía lavar la ropa a la orilla del río con un aire de resignación y una habilidad adquirida con la costumbre, que hubieran enternecido a cualquier mujer. Sus largos ratos de ocio los pasaba tocando en la armónica aires militares. Era incómodo verlo con una sola mano y ayudándose con el muñón arrancar aires marciales al precario instrumento.