Jorge Luis BORGES: "Nadie puede leer dos mil libros. Yo no habré pasado de una media docena. Además no importa leer, sino releer."

lunes, 9 de abril de 2012

ARROYO: Quiero ver a la consejera


Apreté el gatillo, pero no pasó nada. El director, que había puesto la mano delante del cañón de la escopeta, no pudo evitar sonreír. Incluso en esos momentos, no me tomaba en serio. Temblando, sí, temblando, observé la escopeta: no había quitado el seguro. El director estaba tratando de decir algo cuando salió el disparo. Había sido tan inesperado que cerré los ojos. Un instante. Me hubiera gustado decir que sus sesos se esparcieron en la pared, pero no ocurrió nada de eso. La fuerza del perdigonazo le había lanzado hacia atrás, pero no le había matado. Se quedó apoyado en la pared y comenzó a gemir, trató de gemir. Iba a disparar de nuevo cuando me di cuenta de que no hacía falta. Las postas le habían alcanzado en la cabeza y el pecho. Su rostro era una masa roja.

–Ríete ahora, cabrón –le dije.

A mi espalda oí un grito. Me di la vuelta y vi a la secretaria que, asustada, me miraba.

–¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? –me preguntó, o tal vez imaginé que me preguntaba.

Le apunté con la escopeta, pero salió al pasillo antes de que me diera tiempo de apretar el gatillo. Dadas las circunstancias, me pareció que estaba muy tranquila. El director seguía apoyado en la pared, respirando con dificultad. Me acerqué y apoyé el cañón de la escopeta en la barriga. De su boca salía saliva roja. Durante unos instantes pensé que los médicos tardarían semanas en sacarle todos los perdigones. Su rostro sangraba por decenas de heridas, pero aquello no le mataría.

–¿Qué me dices? ¿Te parece ahora gracioso?

En la mesa, siempre tan ordenada, había decenas de carpetas, un lapicero, libros, fotos de sus hijos, no de su mujer, sino de sus hijos. La primera vez que entré en su despacho para recibir una de sus charlas, esas patéticas charlas en las que siempre evitaba mirarme a los ojos, creí que estaba divorciado, pero por alguna razón no tenía una foto de su mujer sobre la mesa, quizá para no soliviantar a las profesoras, a Macu.

El timbrazo del teléfono me sobresaltó. Casi sin apuntar, disparé a la mesa. Todo lo que había en ella salió volando, las fotos, los bolígrafos, las carpetas. Uno de los perdigones debió dar en la pantalla del ordenador, pues se agrietó y se volvió azul.

Después de lanzar una última mirada al director, que seguía apoyado en la pared, respirando con dificultad, salí de su despacho y me dirigí al aula 3. Sabía que allí estaría Macu.

Los pasillos estaban tranquilos, terriblemente tranquilos. Recargué la escopeta. Los cartuchos disparados cayeron al suelo. Estuve a punto de agacharme para recogerlos, vieja costumbre de cazador. Me retuve y los miré durante un rato. Allí, en el suelo de baldosas grises, los cartuchos parecían fuera de lugar. En aquel embaldosado había visto de todo, bolas de papel, latas de refresco, trozos de bocadillo, pero era la primera vez que vi cartuchos vacíos.

Recorrí el pasillo de la planta baja y llegué a la puerta del aula 3. Quise entrar en la clase de Macu, pero la cerradura estaba echada. Pensé en la secretaria; debía haber avisado a todo el mundo o algo así. Imaginé lo que podía haber dicho: “Atención, hay un loco en el instituto. Quédense en sus clases, por favor”. Por unos instantes me quedé sin saber qué hacer. Podía disparar a la cerradura, pero por alguna razón aquella no me parecía una buena idea. Todo esto no lo había planeado durante semanas y meses, ni mucho menos, pero el siguiente paso después de disparar al director iba a ser entrar en el aula 3 y darle una lección a Macu. Empujé la puerta con el hombro, pero se resistió. La verdad es que, a pesar de mi aspecto, tengo poca fuerza física. Odié un poco más a Macu; siempre sabía escapar de todo, tenía esa suerte que le permitía mantener alejados los problemas.

Pensé que podría irme, marcharme por la puerta. No habría nadie que quisiera detenerme. Fue entonces cuando me fijé en la puerta del aula de Plástica. El picaporte no se resistió. Entré.

Antonia miraba algo en el ordenador, del que salía música de Presuntos Implicados. Los alumnos estaban dibujando, tan concentrados que ninguno de ellos levantó la vista cuando entré. Apunté al proyector que colgaba del techo y disparé. Desde luego, conseguí llamar su atención.

Antonia se dio la vuelta. Su rostro reflejaba sorpresa, miedo. Sí, ella era otra de las favoritas del director.

–¡Atrás! ¡Atrás! –les grité–. Tú no –le dije a Diego–. Coloca esa mesa contra la puerta. ¡Que alguien te ayude!

La idea se me había ocurrido en ese momento. Las puertas se abrían hacía dentro. No tenía que darles facilidades.

–¡Bajad las persianas!

Antonia de pronto debió reconocerme. Nunca me habían hecho mucho caso en aquel sitio. Ni en ningún sitio.

–¿Qué pasa Ricardo? ¿Qué…?

La verdad es que ni yo mismo sé si quería disparar. Esta vez el dedo se movió de manera autónoma. Los perdigones alcanzaron a Antonia y a dos de los alumnos, que comenzaron a gemir. Por el olor que pronto invadió la habitación supuse que alguien se había orinado encima.

–¡No abráis la boca y no volveré a disparar! –les grité.

Aproveché su desconcierto para recargar la escopeta. Alguien empezó a empujar la puerta del aula. Volví a disparar, esta vez al techo.

–¡Dispararé a alguien como la puerta se vuelva a abrir!

La puerta se cerró.

Contemplé a Antonia. Su herida no era grave, ni mucho menos. La mayoría de los perdigones se habían clavado en un cartel que tapaba la pared. Llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y botas. Siempre se ponían esa ropa para el director.

Me sentí terriblemente cansado. Iba a sentarme en el butacón de Antonia, pero no lo hice por algún motivo. En cambio, me apoyé en el borde de la mesa. Seguía sonando aquella música horrible de Presuntos Implicados. Conté los alumnos que había en la clase: eran ocho. Más Antonia.

–¿Qué estabais dando? –les pregunté.

Aquello pareció desconcertarles, pues no me respondieron. Tuve que repetirles la pregunta y, por fin, Mercedes, muy tímidamente, me dijo que esa era la clase de Alternativa.

Pensé que en ese momento hubieran deseado estar en Religión y, por alguna razón, la idea me resultó graciosa. Comencé a reírme. A veces me pasa, comienzo a reírme solo. Estoy pensando en algo o recuerdo algo divertido que me ha pasado y comienzo a reírme.

El timbrazo del teléfono de Antonia me sacó de mis pensamientos. Abrí el bolso y saqué el móvil. Lo miré. Traté de identificar la sintonía. El número no estaba guardado en la memoria.

–Diga.

Al otro lado de la línea hubo una vacilación, como si hubieran esperado otra voz. Estaba a punto de decirle que Antonia no podía ponerse, y la ocurrencia volvió a resultarme divertida, cuando escuché mi nombre.

–Sí. Soy yo.

–¿Qué has hecho? ¿Están todos bien?

–¿Quién habla?

–Soy Samuel García.

Aquel nombre no me sonaba de nada, por lo que estuve a punto de preguntarle quién demonios era, pero él habló antes:

–¿Qué es lo que quieres?

Me molestó eso, me molesto que me tuteara, que comenzara tuteándome.

–Quiero ver a la consejera.

–¿A la consejera?

–Sí, a la consejera.

Al otro lado de la línea hubo un largo silencio, como si no entendiera lo que estaba diciendo.

–¡Y que no lleve pantalones!

–¿Qué?

–¿Eres sordo? ¡Que se ponga falda! Quiero que se ponga falda.


Ricardo ARROYO, Secuestro, Incógnita Editores, Madrid, 2012.